Tomás respiraba la hierba que nacía del borde de aquella gran roca, estaba escondido tras ella, tumbado en el suelo, con las piedras y las trinchas del uniforme clavándoselas en el estómago y en el pecho. En el atardecer, en la hora ciega, cuando se ve pero no se ve, Tomás apuntaba su fusil a la nada, todo eran ruidos, disparos a lo lejos, al lado del pueblo, de su pueblo. Tomas tenia frío, un frío antinatural que le calaba hasta detrás de los ojos y le producía un dolor insoportable. Era un mes de marzo anormalmente frío, muy frío.
– Maldita sea, malditos salvadores de la patria… me cago en los fascistas de mierda.
Cuarenta y ocho soldados estaban apostados a lo largo de una loma, cuatro soldados españoles y dos brigadistas internacionales habían partido a ojear cerca del pueblo, los cuarenta y dos que quedaban abarcaban unos cien metros en linea. Treinta miraban hacia el pueblo y dieciocho, repartidos entre los treinta, vigilaban la retaguardia. Todos helados de frío y consumidos por la ira y la rabia.
Llevaban quince días por los cerros y campos solo escuchando tiros y cañonazos. No habían visto a ningún fascista. Y llegaron a la loma del pueblo. Ateridos de frío y hambre. Iban al pueblo de Tomás, por que él se lo indicó al teniente, que allí les atenderían y podrían reponer fuerzas, para seguir hacia Zaragoza, que era su destino. El que les habían ordenado defender de los sublevados, que querían conquistarlo. A toda costa.
Llegando al atardecer a las cercanías del pueblo, pararon en seco en aquella loma. El teniente ordeno posicionarse para observar. Algo había en el pueblo que no era normal. Algo no iba bien.
Estaban en la loma que Tomás jugaba de pequeño, con su hermano, caído en el Albarracín, y Juanito, que estaba dos puestos mas a su derecha y su amor de hoy en día, Luisa.
Aquella loma verde, la que en primavera se tumbaban los cuatro a mirar el cielo, a comer el trigo o alguna fruta que habían robado de cualquier campo, o a sus mismos padres.
Tiempos de adolescencia del color amarillo de los campos del trigo alto, el de los amplios campos que se perdían en el horizonte, de olor a romero, a tomillo y al heno mojado de la mañana.
Tiempos de queso con el pan espeso de madre. De salidas del colegio y a la carrera a dejar el zurrón en casa, besar a madre y pedirle permiso a padre para ir a la loma del pueblo.
Se llamaba así, no tenía nombre, sólo «la loma del pueblo» Curiosamente, ahora los defensores del pueblo estaban en la loma del pueblo, esperando a actuar.
El amarillo se volvió oscuro, de golpe, y sintió el frió. Cada disparo lejano ponía más y mas nervioso a Tomas, le estaba cruzando la vida y quería salir corriendo hacia el pueblo a matar a todos los golpistas que estaban matando a su gente y posiblemente a su familia y buscar a su amor, que la veía por todos los sitios llorando. Y el teniente, el maldito teniente, no decía nada.
Cincuenta y dos soldados republicanos, soldados que defendían la república, la legalidad arrasada por cuatro generales descontentos, la banca, sobre todo la familia March, otras familias influyentes y poderosas y la maldita jerarquía eclesiástica. Con la Iglesia hemos topado, la mas influyente y poderosa.
Cincuenta y dos soldados republicanos aguantando el momento en el que el teniente diera la orden de acercarse a aquel pueblo Aragonés.
Con el frío atenanzándoles el alma, y empujándoles a la violencia y a la rabia. Esperaban, tiro a tiro, espanto a espanto.
– Mi teniente, a que estamos esperando, ¿a que no quede nadie.? Toda mi familia está ahí y mi prometida. Joder mi teniente.
– Tomás, no vuelva a hablarme asi, soy su superior.!!
– Están matando a mi gente… y ante eso, no conozco superiores. No conozco rangos. Me cago en…
El teniente, calló por un momento y no dijo nada… Sabía que tenía razón.
– Tomás déjame pensar, actuaremos. Te lo prometo.
En el pueblo los fascistas, los golpistas, se llevaban a los hombres a las afueras del pueblo y en las cunetas de la carretera, en las tapias de los cementerios, los fusilaban. Sin preguntar, algunos caían gracias a chivatos, que aprovechaban la coyuntura, para «solucionar» antiguas rencillas entre familias, con la verdad o no. Si decían que no eras afín al golpe, te llevaban de paseo. Así se eliminaron generaciones. Padres, madres, abuelos… puta guerra.
Amanecía frente a la loma, ya volvían los cuatro soldados que habían ido a observar quien y cuantos habían…
– Mi teniente, son unos cincuenta o sesenta, hay un teniente, un sargento, soldados nacionales y soldados moros. La guardia civil ha salido por piernas, dos guardias han muerto, están tirados en la carretera. Han dado paseo a mucha gente del pueblo. A muchos, mujeres y mozos.
La mayoría de la gente esta escondida en las cuevas de las afueras del pueblo, las hemos visto y la ellos a nosotros. La gente sabe que estamos aquí. Debemos ir ya…
– Mi teniente, sé dónde están las cuevas, ¿puedo proponerle que dirija allí diez soldados para defender a la gente, por favor?
– Compañeros, señores – dijo el teniente – vamos a ello de inmediato, la mitad con el sargento por la derecha y la otra mitad conmigo por la izquierda. A la entrada nos desplegamos… Y acabamos en el centro del pueblo. Entendido!!!
Diez de vosotros partid hacia las cuevas, donde Tomás os indique. Tú no vas Tomás, te necesito en el pueblo.
– A la orden mi teniente.
Tomás orientó a los soldados y partieron antes que ellos.
De inmediato se levantaron todo el resto y bajaron la loma del pueblo, Tomás, era como veinte soldados juntos. Se le salia el odio y la rabia por los ojos, Juanito se puso a su lado.
– Cabeza Tomás, ten cabeza. Por favor.
Tomás asintió. Aunque, por dentro, su cabeza iba a explotar, solo pensaba en su familia y en Luisa.
Llegaron al pueblo ya amanecido, los fascistas ya no estaban, habían matado a la mayoría de los hombres y adolescentes. Mujeres llorando, clamaban justicia a los soldados.
Tomás, con el fusil en la mano, hundió sus rodillas en el suelo de la plaza de su pueblo y lloró. Juanito, su amigo, le cogió el hombro y le dijo,
– Vamos, vamos a las cuevas y a casa a ver, en un momento.
En las cunetas, en las paredes de los cementerios están las huellas, de los llantos de las mujeres y hombres que la barbarie borro de la faz de la tierra, con el beneplácito, de alcaldes, curas y algunos vecinos. No todos fueron así, pero si afloró el odio y la envidia. Las miserias humanas de personas sin sentido. Guerra entre hermanos, entre paisanos.
El horror mas espantoso.
Tomás encontró a su familia y a Luisa, estaban en las cuevas, de su padre, no sabían nada. Fue un mazazo, Tomás sabía lo que había pasado. La familia de Juanito estaba con ellos. Después de ayudar a la gente y llorar a sus muertos. Tomás estuvo con Luisa, un bálsamo en aquella catástrofe, se llenó de su amor y partió de nuevo.
– He de seguir camino amor mío, te prometo que volveré, te escribiré, por poco que pueda, pero te prometo que volveré. Y la besó.
Tomás y su gente, con el odio clavado en la espalda, partieron en la ofensiva de las tierras de Zaragoza, incluido Belchite. Iban todos los hermanos y paisanos, unos detrás de otros hacia las batallas mas terribles de la guerra civil, ya era finales de marzo de 1937 y el frío todavía asolaba Aragón.
Cuatro meses quedaban para la batalla de Belchite, meses de guerrillas y batallas fratricidas. El sufrimiento continuaba … Y sería mucho peor.
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© javier Sánchez marzo de 2022
La guerra que produce el ser humana arrasa al ser humano. Pero no se da cuenta.